Dos naranjas y media

En Perú nos había ido bien en la ruta y cada kilómetro avanzado lo habíamos hecho gracias al autostop. En el tramo hacia Paracas teníamos un viaje muy largo, habíamos pensado que lo tendríamos que hacer en dos días y encima no teníamos alojamiento en nuestro destino. La cosa no pintaba bien. Solo habíamos conseguido algunos aventones cortos. Perú fue uno de los lugares donde fue más fácil hacer dedo, la gente se solidariza cuando ve las mochilas y frena aunque vayan hasta el pueblo que está a 5 kilómetros. A ese ritmo parecía que no llegaríamos nunca, pero además de paciencia para viajar a dedo hay que tener perseverancia. En una de las tantas transiciones en la ruta paramos en un lugar donde había muchísimos camiones, preguntamos a todos si sus destinos se cruzaban con el nuestro. Y tuvimos una victoria rotunda. Encontramos un camión con dos choferes, que se alternaban para manejar por lo que no paraban a dormir y había chances de llegar ese mismo día.

Uno de los choferes era soltero y el otro todo lo contrario.
Mientras el camión avanzaba por la Panamericana bordeando el mar, que aparecía y desaparecía en las curvas y contracurvas, el sol iba bajando y la tarde se convertía en una nube naranja que nos ambientaba en aquella historia de amor. En la versión oficial, el que parecía tímido, estaba casado y feliz, amaba a su esposa y a sus hijos. Hablaba de ellos con ternura, como lo hace cualquier padre, pero mientras él contaba anécdotas de sus hijos el otro chofer no paraba de reírse.
— ¿Vos de qué te reis? — Pregunté, estaba claro que algo se escondía en aquella charla.
Había una capa oculta que solo se puede traspasar con la confianza. La confianza se la ganan los amigos con los años de compartir momentos… O todo lo contrario, esto lo sabían los militares que mandaban amantes a los enemigos para robarles secretos. También se confía lo inconfesable a un desconocido que veremos una sola vez en la vida. Es una confesión que libera culpa y no deja mancha.
— ¿Por qué se te ríe este? —volví a preguntar ante el silencio del hombre que había puesto cara de culpable.
— No, de nada.
— Dale, cuéntales de la otra.
— No, no.
— Dale.
— Tengo otra mujer. —Escupió sin dar más rodeos. Largó un suspiro largo, tomó envión y terminó la confesión—. Quiero llegar esta noche hasta Paracas para ir a dormir a la casa de ella.
El otro se reía.
— Con ella también tengo un hijo.
— ¿Ninguna sabe nada? —Preguntó Lu.
— Mi esposa no, obvio. La otra sabe que tengo mujer pero no que tengo hijos. Quiere que me separe, pero yo la convenzo y por ahora se conforma.
— ¿Con la plata como haces? ¿Mantenés a las dos?
— Sí, les miento que gano poco, y les doy un poco a cada una.
— ¿Y ellas no trabajan?
— No, yo prefiero que no. Pero se me está haciendo difícil.
Y hubo una nueva carcajada del compañero.
— ¿Y ahora por qué te reis?
— Cuéntales, cuéntales.
— Mi esposa está embarazada de nuevo.
El compañero estaba tan tentado que lloraba de la risa. Parecía disfrutar de aquella comedia dramática en la que la vida había puesto a su amigo por tener tantas ganas de amar.
— Ya hijo de puta, basta. —Intentó poner punto final a la charla pero no creo que realmente la estuviera pasando mal. No sufría con el tema, solo le daba un poco de vergüenza confesar sus pecados.
— El huevón le miente a una que no tiene hijos con la otra y que en cualquier momento la deja y va y la deja embarazada de nuevo. Es un huevón —decía el compañero que descansaba en la cama que tienen en la cabina, limpiándose las lágrimas con el reverso de la mano.
Nos quedamos en silencio. Yo pensaba lo diferente que parecía aquella vida a todo lo que había escuchado en lo que había sido mi mundo hasta que decidí ponerme la mochila en la espalda.
La música amortiguaba el silencio. La música peruana retrata bien la vida de los camioneros, sus cumbias hablan de amores rotos o desengaños amorosos y gente resentida y en todos los casos los abandonados o engañados terminan cayendo en el alcohol.
La luna se colgaba redonda detrás de algunos cerros chatos y el ruido del mar se colaba por las ventanas bajas que dejaban entrar un poco de viento fresco.
Después de varios minutos de viajar en ese silencio musicalizado y disfrutando del entorno, una carcajada volvió a venir desde la cama y rompió la escena.
— Ahora cuéntales la otra.
— No, ya está. Deja.
— Ahhh, con lo que has contado, ¿qué pierdes hermano?
— Eres un hijo de puta— dijo el que manejaba, riéndose incómodo, pero sin molestarse de verdad. Su risa tenía el olor fuerte de quien masca coca largas horas para mantenerse despierto.
— ¿Tenés otra más? —nosotros también nos reíamos y no salíamos de nuestro asombro.
— Hace poco conocí a la esposa de un policía. Le gusta mucho engañar al marido y me llama todos los días.
Ahora sí fue imposible que el de atrás dejara reírse. Entre risas y toses, alcanzó a gritar:
— Al hijo de puta en cualquier momento me lo matan.
Ahora la ruta negra, iluminada por esa luna redonda, se llenaba de anécdotas nuevas, que bordeaban la película policial, con escapes sobre la hora y todo lo que puede tener un buen guion.

Hablemos como en casa, a calzón quitado. Comentá lo que quieras.