Cábalas

— Señor comisario, le digo que fue un accidente.
— Que ustedes provocaron —replicó el representante de la autoridad.
— No señor, le digo que fue Dios —insistió Coco.
— A ver, ¿iban veinticinco personas en una camioneta destartalada y la culpa es de Dios?
— Así es señor. Por favor, son buenos muchachos. Déjelos salir. Esto es una obra del Señor.
— De eso me ocupo yo, no se preocupe. Si son buenos muchachos ya vamos a ver si los dejamos ir. ¿Por qué mejor no arranca por contarme esta historia desde el comienzo? Cuénteme cómo fue, pero sin entrar en delirios místicos, por favor —rogó el comisario.

— Bueno, pero mire que es largo —se atajó Coco—. El comienzo comienzo –enfatizó Coco—, arranca hace como quince años, la primera vez que fuimos a la cancha en la camioneta del Narigón.
— Mejor arranque desde esta mañana.
— Bueno, bueno. La cosa es que ese día, hace quince años, fuimos en la F100 hasta la cancha y le ganamos a esos pechos fríos 3 a 0 y desde ese día cada vez que vamos a la cancha, vamos en la chata del Narigón. Perdón que retroceda pero es pa que usted entienda.
— Como quiera, pero apúrese.
— Sí, sí. Desde ese momento tratamos que la chata no se altere pa nada. ¿Vio que está toda picada la chapa? Destartalada, como usted dice, es a propósito, en realidad el Narigón tiene la guita pa arreglarla pero ya no sería lo mismo. Imagínese que el año que le puso las luces, descendimos. Ahí nomás cagamos a patadas los foquitos y no sé si será cosa de Mandinga, o qué, pero la cosa es que volvimos a la “A” en seguida.
— Acelere, por favor —apuró el comisario.
— Eso le dijimos al Narigón. “Acelerá Narigón”, le gritó el Gordo Martínez. Andábamos apurados porque queríamos comprar un poco más de vino antes de llegar a la ruta.
— ¿Más vino? Si tenían cinco damajuanas para veinticinco personas —sonó incrédulo el policía.
— Eh, bueno, pero era un viaje largo, señor.
— ¿De qué habla? Son treinta kilómetros nomás.
— Bueno, todo es relativo, para nosotros es largo. Además con lo hecha pelota que está esa camioneta usted no tiene idea lo que se demora.
— ¿Y con eso iban a salir a la ruta? ¿Usted se da cuenta de lo inconsciente que es eso? Siga, por favor.
— Bueno, el Narigón hizo exactamente el mismo recorrido que hace quince años. Uno por uno nos buscó. Yo estoy quinto en la lista, después de Marcelito Juárez, el Chapa, el Felpudo y el Nito. Después siguieron subiendo los demás, Íbamos por la avenida cuando el Gordo Martínez le gritó que acelere al Narigón. No le quiero mentir pero debemos haber estado yendo a cuarenta kilómetros por hora, no mucho más.
— ¿Y entonces por qué frenaron tan bruscamente si iban tan despacio?
— Ahí está la intervención de Nuestro Señor —dijo Coco, y se persignó—. Estábamos por cruzar la esquina, en verde le juro, y de golpe se cruzó un nenito y el Narigón soltó el volante y se agarró la cara, como pa no ver el choque.
— Hay algo que no entiendo. Su amigo se tapó la cara porque pensó que iban a chocar a un nene que estaba en la parte frontal del vehículo, ¿sí?
— Si —ratificó el Coco las palabras del comisario.
— Bien, lo que no entiendo es que al final la camioneta terminó chocada por detrás.
— Esa es la intervención divina —Coco repitió el gesto sagrado—. El Narigón se tapó la cara porque no quería ver como chocábamos al nene, y cuando abrió los ojos el pibe estaba con cara de asustado pero sano. Lo que pasó fue rarísimo, la camioneta se clavó en el lugar y por eso el auto que venía de atrás nos terminó chocando.
— ¿Y cuál es el gran milagro? Supongo que su amigo frenó de golpe y esa es toda la explicación.
— No señor, hace quince años que viajamos en la F100 sin frenos. Que hayamos frenado fue una intervención de Nuestro Señor, y si no, es cosa de Mandinga.

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