Delincuencia juvenil

Alrededor de los 12 años estuve muy cerca de convertirme en un delincuente juvenil.
Teníamos un grupo de amigos del barrio con los que solíamos hacer algunas jodas a gente desconocida, como tirarse en el medio de la calle y ponerse kétchup en la cara para preocupar a los automovilistas que pasaban, y cuando ellos frenaban, nos parábamos y salíamos corriendo para ver sus caras de espanto. Eran bromas inútiles, como todas bromas, pero inofensivas, en las que nadie salía lastimado.


Pero hubo un par de semanas intensas en las que el grupo se amplió. Amigos de amigos se sumaron a nuestras tardes de juegos. Incorporamos 2 mellizos diabólicos y a un compañero de ellos. Uno de los primeros días nos juntamos en la casa de Martín y Javier, los hermanos, de ahí fuimos en bici a dar unas vueltas. Pero para ellos la diversión no era andar fuerte saltando de la calle a la vereda y viceversa, la gracia estaba en hacer cagadas, y cuanto peor mejor. Frenamos en una vereda y uno dijo “Mirá”, y de un ladrillazo destruyó el cartel de Don Joan, la casa de los 1000 artículos. Los que no estábamos acostumbrados al juego tardamos algunos segundos en despertar de la sorpresa y arrancar la bici. Lo peor fue que al día siguiente tuve que ir a lo de Don Joan a comprar un mapa político de Argentina y escuché como la esposa de Don Joan puteaba contra los pendejos que le habían roto el cartel. Una semana después los mellizos repitieron la escena, parecían ensañados con los viejos libreros, podríamos concluir que no estaban de acuerdo con la venta de mapas, pinceles, botones y otros 997 artículos en un mismo lugar.
Ese fue solo el comienzo. La energía que tenían esos chicos hacía que todo el grupo quisiera sentir la sensación de pertenencia a ellos dos y no al revés como sería normal en dos chicos que recién conocen a un grupo de amigos. Competíamos para ver quién podía igualar sus andanzas, y también para ver a quien molestaban menos ellos. En un intento por ridiculizar al gordo del grupo, un día que íbamos caminando todos nos pusimos de acuerdo para tirar piedras sobre el techo de chapa que había en la vereda de un productor de seguros, pero lo que no le dijimos al gordo era que íbamos a salir corriendo y él quedaría último, como siempre.

Si tengo que enumerar 10 cosas que hice a lo largo de mi vida y de las cuales me arrepiento, 6 las hice en esos días. Por suerte no participé de la matanza de los gatos. El padre del amigo de los mellizos tenía un galpón que estaba prácticamente abandonado y tenía un sótano inundado. Una tarde en la que yo no pude juntarme con ellos, fueron hasta el galpón a divertirse un rato. Entre los caños oxidados, las cajas cerradas y repletas de polvo, los andamios en desuso y todo lo que almacenaban en ese lugar siempre había gatos dando vueltas y escondiéndose. La puerta que daba al sótano estaba cerrada con llave hacía años, pero había un ventiluz roto por el que se podía ver el cuarto inundado. Buscaron varios gatos y de a uno los tiraron por el hueco del ventiluz. Con una linterna miraban hasta que el felino desesperado se cansaba de nadar y se ahogaba. Cuando se aburrieron, uno se puso creativo y desafió a todos a subir por una escalera al techo del galpón. Lo hicieron, y llevaron una caja con más gatos. No creo que los animales se hayan divertido.

Hoy las viejas hablan de que los chicos son cada vez más tremendos, que ya no respetan nada. Que ven videos y después quieren copiar todo. Como si antes los chicos no salían a matar pájaros, no desinflaban ruedas de autos, no tiraban bombuchas a las viejas que iban con ruleros, o no rompían ventanas a piedrazos. Pero este grupo hacía cosas peores que las de antes y las de ahora. Con estos chicos disfruté por única vez de usar la violencia contra alguien porque sí, y fue la vez que más cerca estuve de que alguien me matara.
Llegamos a la casa de Martín y Javier cerca de las 4 de la tarde, en la casa de los vecinos estaban llegando unos obreros y otros esperaban con sus motos en la vereda. La planta alta de la casa se veía descascarada y habían sacado muchos escombros a la vereda, por una ventana se veían tachos de pintura y herramientas en una habitación del piso superior. “Traen refuerzos, los hijos de puta”, escuché que decía uno de los tipos mientras esperábamos que nos abrieran la puerta en la casa de los mellizos. No supuse que se refería a nosotros, pero al mirarlos para ver quien había hablado, algunos obreros me miraban con una media sonrisa en los labios, que parecía más que nada una burla, y otros miraban con ojos demasiados serios. Me asusté cuando uno me miró fijo y me tiro un beso y los demás se rieron de mi cara de terror.
Entramos a la casa y merendamos una chocolatada. Los mellizos se levantaron rápido de la mesa y Javier dijo “Prepárense”. Trajeron de la pieza una caja que tenía varias hondas, piedras y bolitas de vidrio. “¿Y eso?”, pregunté. Es para tirarle a los negros de al lado, me respondió Martín. Como cualquier soldado, tomé un arma y entré a la guerra intentando demostrar coraje y sin hacer muchas preguntas. Y como cualquier soldado cuando comencé a hacerme las preguntas ya era tarde, ¿por qué le estábamos tirando piedrazos a unos tipos que están arreglando una casa? ¿Cómo y cuándo comenzó el quilombo este? En la medianera que daba al garaje de los mellizos había un hueco de un metro de diámetro, por el que se veía la escalera que subía a la planta alta de los vecinos, Martín estuvo agazapado frente al hueco ese un par de minutos hasta que el primer obrero se puso a tiro. En ese momento soltó el primer hondazo y la piedra pegó en la pierna derecha del albañil.
“¡Ya empezaron!”, gritó el lesionado. “¡Hijos de puta!”
Los mellizos nos dieron algunas órdenes para que nos cubriéramos y estuviéramos atentos a los primeros ataques de los enemigos vespertinos que ellos tenían hacía varios días. Desde el fondo de la casa, de repente, se vio venir volando un ladrillazo que nos pasó raspando. De ahí todo fue caos. No recuerdo todo el combate pero sí me quedó grabada una escena: Yo corría agachado para ir a buscar nuevas piedras al patio y escuché que mi amigo Pablo gritaba “Cuidado”, miré hacia donde estaba él y vi que justo estaba cayendo la parte de atrás de la honda, su disparo había dado en el blanco y el herido se vio obligado a soltar el medio ladrillo con el que me estaba apuntando, su proyectil impactó en mi hombro. Yo corrí y escuché cómo el tipo gritaba de dolor. Ese día, después de todo el despelote, me di cuenta que si Pablo no le hubiera pegado el cascotazo al albañil en el momento justo, medio ladrillo me hubiera partido la cabeza. También pensé que ese grupo era súper interesante por la cantidad de aventuras que vivíamos, pero que si seguíamos así la cosa no terminaría muy bien.

Confirmé eso algunos días después. Eran audaces y les faltaba la parte del cerebro que genera la sensación del miedo, y no eran demasiado inteligentes. Martín y Javier aseguraban que tenían un amigo unos años más grande, que siempre iba al depósito de la policía a romper los vidrios de los autos que los canas secuestraban en los operativos o que quedaban ahí después de algún accidente. Otra vez no pude o supe decir que no. El depósito era un descampado que estaba al lado de la comisaría y que era parte del patio de la alcaidía, por lo que los presos podían verlo desde sus ventanas. Jamás había entrado ahí y solo traspasar ese portón me dio miedo. Pero luego de arrojar la primera piedra contra la ventana de un auto, la adrenalina hizo que todo el temor se esfumara.
Un chico de 12 o 13 años desbordante de adrenalina no es lo que se puede llamar un ser pensante, y por lo tanto no es alguien precavido. Al ruido que hacían los vidrios al estallar, le sumábamos nuestras carcajadas y nuestros gritos. Y a eso se agregó el grito de los presos, que a veces insultaban y a veces arengaban. Después de destrozar varias ventanillas, me encapriché contra el parabrisas delantero de un Torino negro. La resistencia de ese vidrio fue proverbial, por más grandes que fueran los ladrillos que le arrojaba, no hubo forma de vencerlo. En ese menester estaba cuando nos sorprendieron dos agentes que venían a ver por qué había tanto despelote. Al grito de “¿Qué carajo están haciendo?”, nos paralizamos. Nos hicieron marchar en fila a la comisaría. Yo iba último y me quedé en una sombra al lado del portón de entrada y vislumbre la posibilidad de escapar, pero el temor a ser descubierto y que me agarraran solo, fue mucho más grande que el de que nos interrogaran en grupo.
Nos estaban dejando ir con una advertencia y una amenaza de que si volvíamos nos metían en el calabozo. Y el comisario aparentemente vio algún rasgo familiar en mi cara. Me preguntó el apellido y mentí usando uno que tenía ensayado desde que me juntaba con los mellizos, en eso sí había sido precavido. De todas formas el comisario se sonrió incrédulo y nos dejó ir.
No sé cómo, pero mi mamá se enteró del asunto policial y tuve que jurarle que ese día no estaba con los otros delincuentes. Ella conocía quienes eran y de dónde venían, me pidió por favor que no volviera a juntarme con ellos porque no tenía ganas de ir a sacarme de una comisaría. Cumplí con la promesa y no volví a ir a esa casa, pero no pude cumplir con estar lejos de la comisaría, durante mucho tiempo.
Hoy ya no hablo con Pablo, ni lo veo hace años, y cada tanto pienso que sin su puntería con la honda hoy yo no podría estar escribiendo esto. Por eso me pareció simpático cuando vi que era candidato a primer concejal en la ciudad. Pero me aterroricé cuando abrí la foto con la que promocionaba su candidatura, y vi que de cada lado lo abrazaba uno de los mellizos, Martín y Javier.

Hablemos como en casa, a calzón quitado. Comentá lo que quieras.