Santa Carmela

— Vas a ir, vas a agachar la cabeza y vas a pedir perdón, por pelotudo —dijo mi viejo trabando la mandíbula y mostrando los dientes.

El problema había empezado el viernes. Ya no me acuerdo bien si fue la semana que nos habíamos puesto de acuerdo para tocar el timbre antes de tiempo para poder tener unos minutos más de recreo, o si fue cuando alguien robo un vino de la sala de preceptoras, la cosa es que me habían visto salir corriendo de esa oficina y no tuve excusas para haber estado ahí solo. Cristi, la preceptora, no lo dudó.
— Bonder, te voy a tener que poner amonestaciones.
— ¿Por qué?
— Porque seguro algo hiciste.

Empecé a jugar con sus cejas. Teníamos la costumbre de mojarnos el dedo con saliva y pasárselo por las cejas, que estaban compuestas solamente por una delgada línea pintada de negro. Le quedaba un manchón deforme caminando por encima del ojo.
— Basta que le cuento a la Carmela.
— ¿Qué le vas a contar a esa vieja de mierda?
— ¿Cómo vas a decir eso de la vicedirectora? —dijo con la cara llena de espanto. La boca y los ojos bien abiertos y el tono de voz más grave de lo habitual.— Eso le tengo que contar, es una falta de respeto.
— Eh, Cristi, dejate de joder. Esa vieja es una hija de puta, si le contás que dije algo me raja.
— Sí, sí. Eso le tengo que contar. No podés decir una cosa así, Bonder.
— ¿En serio me estás diciendo?

La Cristi no me respondió, se fue moviendo rápido sus pasos cortos, dejándome con la duda de si realmente pensaba contarle una cosa así a la señora Carmela Marinich de Morales Lezica. La preceptora acostumbraba amenazarnos para mantenernos a raya, pero solía no cumplir, en el fondo nos quería y era cómplice de algunas de nuestras travesuras. Pero esta amenaza no era una más, si la llevaba a adelante significaría mi expulsión del colegio.
Antes de salir me acerqué a ratificar mi consulta, y ella confirmó que no podía dejar pasar semejante falta de respeto.

En casa no me animé a contar lo que había pasado. Y dejé que transcurriera el resto del viernes y también el sábado. Recién el domingo al mediodía conté, casi como si no fuera importante, que tal vez me iban a echar por haber insultado a la Carmela.
Mis viejos casi se atragantan con el pollo que habíamos comprado, ellos sabían muy bien quien era la Carmela. Ellos también habían tenidos sus discusiones con la veterana docente, y sabían que era de esa clase de profesoras que disfrutaba con el sufrimiento ajeno, y como directiva lo hacía aún más, demostrando su poder. Por suerte nosotros no la tuvimos como profesora, pero la referencia que nos daban los que sí la tenían era que cuando no sabían una palabra, todos debían sacar el diccionario y ponerlo sobre sus cabezas y ella pasaba banco por banco supervisando quien lo tenía y quien no, y el que no tenía el diccionario puesto sobre la cabeza podía recibir amonestaciones y al resto los dejaba el tiempo que se le antojaba con el libro sobre el marote y después los hacía buscar la palabra. Otra referencia indudable era su peinado, corte al estilo Silvio Soldán y color Mostaza Merlo.

El domingo, un rato antes de las ocho de la noche, recibí la orden y me subí al auto con mi papá. Me sentía un acusado yendo a su juicio. A mí me acusaban de calumnias e injurias agravadas por el vínculo y de falta de respeto a la investidura de una jueza federal. Carmela Marinich de Morales Lezica era la mismísima jueza federal. Y yo era defendido por el estudio de abogados Bonder-Balter, que me recomendaban declararme culpable y rogar clemencia.
No recuerdo el viaje, pero puedo imaginar que no hubo mucha charla y que el clima habrá sido irrespirable. Eran menos de 20 cuadras, la casa estaba por la calle 7 o la 5, creo que entre la 18 y 20, o por ahí. Me bajé del auto, agradecí que ya fuera de nochecita así si pasaba alguien del colegio no me reconocía. Abrí la puerta de las rejas, el pestillo estaba oxidado y me costó que se moviera, renegué u poco y logré destrabarlo, eso me puso más nervioso. Atravesé un jardín delantero y toqué timbre. Mientras esperaba que me atendieran sentía la boca seca y pastosa, pensé que iba a ser imposible poder hablar. Se ve que mi nombre no era extraño en esa casa, porque cuando me anuncié con la persona que me atendió, no hubo sorpresa.
— Ah, ¿qué tal? Esperá un minuto que ya la llamo.
Después cerró la ventanita que tenía la puerta y escuché los pasos que se alejaban. ¿Quién tiene empleada doméstica un domingo a la noche?, pensé. No pasaron muchos minutos hasta que desde el otro lado se escucharon otros pasos que venían a mi encuentro. Abrió la puerta la mismísima Carmela Marinich de Morales Lezica. No recuerdo bien como estaba vestida, pero tengo la imagen de ella envuelta en una bata gruesa y azul.
— Pasá, Nicolás —dijo con tono poco ceremonioso, casi informal, y yo pensé en sus tantas décadas de poder, cuantos alumnos habrán ido a pedir perdón a su casa.

Olor a viejo. Es un vaho único, que solo conocemos los que hemos entrado a un lugar habitado por octogenarios. Es una mezcla de olor a encierro, agua de colonia, polvos para maquillar y desinfectante de hospital. Además, este olor siempre viene acompañado de un aparador de madera abarrotado de cristalería que no se usa hace décadas y elefantitos de porcelana sosteniendo un billete enrollado, y en el centro de la escena una alfombra rodeada de grandes sofás de terciopelo verde. Todo eso me encontré al ingresar en la sala de esa casa. El living era un hermoso cliché del olor a viejo.

Luego de traspasar la puerta recordé una imagen que había visto en un documental. En algunas iglesias antiguas había una sola puerta de ingreso, que era muy pequeña, lo que obligaba a todos los ingresantes a inclinarse para entrar, recordándoles que eran unos pecadores que debían postrarse ante Dios.
Me senté en uno de los sofás y ella se sentó frente a mí con las piernas cruzada, no dijo nada. Sabía por qué estaba ahí. Aunque mentalmente había ensayado varias veces el discurso de disculpas, tartamudee al arrancar. Estaba más concentrado en mi cara que en las palabras, debía lograr mantener cara de arrepentimiento y congoja.

Después de 15 años los tiempos son confusos, pero incluso esa noche también se me habrá distorsionado la longitud del encuentro. En la realidad no debe haber durado más de 5 minutos, pero por lo que me costó hacerlo me debe haber parecido tres veces más extenso.
Ella se mostró comprensiva y aceptó mis disculpas. Me fui de ahí sabiendo que ella sabía que mi pedido de perdón no era sincero, sino que lo había hecho obligado por las circunstancias y por mis padres. Y ella sabía que yo sabía que ella no era comprensiva, sino que simplemente había disfrutado de poder mostrarme su poder y su indulgencia, y de haberme visto humillado en su casa y me perdonaba porque prefería seguir teniéndome en su colegio para poder mirarme y recordarme ese momento de degradación cuando le hiciera falta.

Hablemos como en casa, a calzón quitado. Comentá lo que quieras.