De repente somos un viejo. Con sus ojos miramos unas manos arrugadas.
Vemos nuestras huellas, las huellas del tiempo, los surcos que la vida nos dejó. Contamos pecas y acariciamos cayos.
Vemos un par de zapatos gastados pero limpios. Levantamos la cabeza y allá vemos dos niños jugando en una calesita. Su madre los observa, cada tanto nos mira y nos sonríe.
Volvemos a observar la mano, detectamos el anillo, lo hacemos girar en el dedo y recordamos. Sabemos que a pesar de todo tuvimos una buena vida. Y sonreímos.